Un crimen más, un crimen menos.
Razones, motivos, excusas para el delito siempre existen, siempre son válidos
para el criminal, inválidos para la víctima, indiferentes para mí. Este
uniforme y esta placa me vuelven anónimo, me transfiguran, me empoderan. Puedo
ser juez y verdugo cuando en realidad soy el criminal, como sucede frecuentemente.
La ley me ayuda a poder realizar lo ilegal, la balanza de la justicia yo la
hago balancear para el lado del mejor postor.
Si alguien está leyendo esto es
porque ya debo estar muy lejos, en otro país, prófugo y disfrutando de los
frutos de mis “comisiones”. Si quien lee este documento se pregunta por qué
estoy escapando, le contaré a continuación.
Mis manos están teñidas con la
sangre del infeliz que fue encontrado muerto en los baños públicos del parque
ubicado en el centro capitalino. Nunca se supo quién fue el responsable, yo me
encargué de que nunca se averiguara. Las noticias informaron que murió de 33
puñaladas en el pecho y abdomen, pero en realidad fueron cuarenta en el pecho,
abdomen y espalda. El día del ataque fue un veinticuatro de diciembre, el año
el lector lo sabrá porque fue un caso muy famoso.
Para no extraviar al lector, debo
aclarar que el siguiente párrafo parecerá no tener relación alguna con mi
historia pero… créame que sí, la tiene.
La mañana del veintitrés de
diciembre el joven Ahmed Abu-Gosh, hijo de un árabe un tanto adinerado, salió
de su casa en zona catorce para ir a casa de su novia, luego al supermercado a
comprar comida y licor para la fiesta navideña de su club de “beneficencia y
apoyo al desamparado”. A las diez de la noche del mismo día, fue detenido por
una unidad policial por conducir a exceso de velocidad en estado de ebriedad y
por intentar agredir al oficial que le hizo el alto con un cuchillo de cocina.
El padre del detenido se presentó a la estación, donde estaba retenido el
mencionado Ahmed, para llevar a cabo el procedimiento y “llenar la papelería” para
dejarlo en libertad. Al ser retirado de la celda Abu-Gosh, vio con desdén, con
odio y con desprecio al anónimo oficial que lo condujo hasta donde estaba su
padre.
Ahora regreso a mi pequeña
confesión mi entrometido, atento y morboso lector.
Como de costumbre, caminaba hacia
mi casa al final de mi jornada de veinticuatro horas continuas. Las últimas
horas había bebido mucho café y además hacía mucho frío (no tanto como el del
país a donde pienso mudarme pronto) y por esas razones debía buscar un
sanitario a la mayor brevedad. Cuando entré a aquel sanitario del parque
ubicado en el centro capitalino, aquel ser sin nombre, sin edad y ahora sin
vida, me vio con el estribillo del ojo y sin pensarlo le clave cuarenta veces
aquel cuchillo de cocina, de aquel maldito árabe dueño de la ley, que aquella
fría mañana de diciembre me vio con desdén, con odio y con desprecio.
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