Hacía tanto tiempo ya, que no me detenía a ver el cielo nocturno, sobre todo el que nos regala esta última etapa del año, tan despejado, tan azul oscuro, tan lleno de deseos y de sueños rotos. Justo, hace algunos días, lo hice, y fue una experiencia gratificante, aunque debo admitir que eso provocó un fuerte resfriado en mi, pero creo que ha valido la pena.
La luna, que grande y blanca estaba esa noche, incluso me llegué a sentir como un poeta enamorado de alguna bella damisela que lo espera encerrada en alguna torre, pero bastaron unos instantes, el sonido de un perro ladrando en la calle y de unas detonaciones de arma de fuego en la distancia, para regresarme a mi nocturna cotidianidad de proletario guatemalteco, que a penas y llega a ser un aprendiz de charlatán.
Enorme pelota reflejante que colgaba del techo de esta mi ciudad, de esta metrópoli tan necesitada de ilusión y esperanza. Deseé con todas mis fuerzas que por lo menos alguien mas estuviera observando la luna esa noche de octubre que yo lo hacía, y en efecto, mis deseos lunáticos fueron concedidos, pues cuando mas absorto me encontraba viendo aquel espectáculo gratuito, un gato vecino se posó en mi techo de lámina a maullar. Que espectáculo aquel, escuchar a mi felino compañero y observar su silueta dibujada por la luz que refleja nuestro satélite, solo me hizo falta la compañía femenina de rigor para que todo se convirtiera en un cuento al mejor estilo de Benedetti, pero no era así, no todo puede ser perfecto en esta vida.
Historias de espantos y de enamorados se refrescaron en mi memoria, luego vinieron a mi, datos de índole científica, y empecé a recordar datos matemáticos respecto a la distancia de la tierra a la luna (a lo Julio Verne) y otra información que no viene al caso mencionar.
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