Por la calle mojada por la
lluvia va caminando el hombre culpable. Por la vida plagada de dificultades y
de personas molestas deambula la figura masculina del culpable. Sus ojos
irritados de tanto humo de carro, de cigarro y de tanta rabia; sus oídos
atrofiados por tanta bocina y tanto grito femenino; su boca amarga de tanto
alcohol, tanto veneno y tanta ira tragada; su cuerpo cansado y tembloroso de
tanto caminar buscando respuestas al otro lado de sus ventanas y de las
vitrinas. Ahí va el culpable, nadie lo voltea a ver, nadie sabe quién es él, la
sociedad ignora su existencia, los perros callejeros son los únicos que
reconocen sus pasos. Su mirada perdida refleja la indiferencia que siente por
los demás, sus ojos han extraviado la esperanza de volver a ver con alegría la
vida. Su pelo es largo y desaliñado, rizado y negro como su visión del futuro.
Su ropa está en buen estado aunque muy vieja, camisa de manga larga a cuadros
negros y rojos, playera negra bajo la camisa que usa desabotonada, pantalones
cortos de color café claro y con bolsos laterales, calcetines blancos y botas
de color negro. Es el hombre atrapado en la década anterior, es el hombre sin
revolución, es el hombre código de barras, es el hombre monocromático.
Su vida no ha sido fácil
pero hay que admitir que la vida de nadie es fácil. Siempre supo que él era la
excepción de la regla, siempre supo que estaba destinado para grandes cosas,
siempre estuvo equivocado. Su familia fue disfuncional, lo que significa que
fue una familia normal en medio de una sociedad leprosa. Como a todo infante,
se le crió para ser un hombre de bien, un ejemplo de responsabilidad, de buena
conducta, un buen marido, un buen padre, un autómata programado para ser
productivo y sumiso ante el presidente, el jefe, el padre ausente, la esposa.
El pequeño Ícaro fue creciendo y junto con él, los sueños de inmortalidad, las
ilusiones de ser un artista, un escritor, un genio, un exitoso lo-que-sea. Con
el tiempo vinieron las faldas y todos los problemas y responsabilidades junto
con las ínfimas ventajas y derechos que acarrean las mismas. Las endorfinas,
como siempre ha sucedido a lo largo de la historia, nunca le permitieron la
objetividad. A todo lo que debía aceptar le dijo “no”, a todo aquello a lo que
debía haber dicho que no, le dijo “sí acepto”. De esa forma terminó de amarrar
la soga al cuello de sus sueños, de esa manera firmó la sentencia de muerte a
su optimismo.
Ahí va el culpable, cansado
de tanto caminar y no llegar a ningún lado, cansado de coleccionar pesadillas y
sueños frustrados. Se le puede ver a veces caminando hacia atrás, tratando de
regresar el tiempo, intentando encontrar el instante de su vida cuando todo se
empezó a desmoronar. Algunas veces se le puede ver moviendo los labios,
susurrando viejas canciones, recitando olvidados poemas, contando historias que
nadie conoce. Pobre culpable, su vida fue prometedora, sus días debían estar
llenos de gloria y sus noches llenas de estrellas. Pobre culpable, el
darwinismo social lo engulló de un bocado y sin piedad. Lo que debieron ser sus
historias de vivencias ahora no son más que historias de supervivencia.
De bar en bar se puede ver
deambular al culpable, mendingando una cerveza por aquí, otra por allá; algunos
le ofrecen algo de comer pero él ofuscadamente rechaza los alimentos, él sólo
desea beber para calmar por unas horas su ansiedad de paz, su deseo de
tranquilidad. Sentado en una banqueta se le puede encontrar los viernes y
sábados por la noche, con una cerveza tibia a medio beber, un cigarro y el
deseo de no sentirse más culpable. Sentado y cabizbajo escucha las notas
musicales que escapan en medio de la jungla cacofónica de aquel lugar infestado
de vulgares cantinas, su voz imperceptible siempre susurra las mismas canciones
de protesta e inconformidad.