El fuego de la juventud nunca
ardió en forma de acordes musicales, como les sucedió a mis amigos. Mi juventud
no transcurrió en medio de la ilusión del rock star -no en primera persona-
pero sí vi a mis amigos inscribir sus nombres en el listado de semidioses
buscando la forma de entrar al olimpo.
Han transcurrido más o menos quince años desde esa época en la que los acordes heavy-metaleros estremecían nuestros oídos y ampollaban los dedos de mis amigos al tratar de imitarlos en sus propias guitarras. Años que nos vieron lucir enormes melenas sin preocuparnos por el futuro.
Nunca aprendí a tocar instrumento alguno, no porque no me gustara el rock and roll sino porque lo mío nunca fue ser parte de una banda. Sin embargo me gustaba asistir a los conciertos under que se organizaban. Fue en esos años, en esos lugares, con esas personas que aprendí a amar la música y la literatura.
Finales de la década noventera, el país se encontraba sumergido en un esperpéntico proceso de paz entre militares y guerrilla. La libertad de expresión era un peligroso derecho que sólo los valientes ejercían. La música era un medio de comunicar ideas que no era bien visto por las autoridades. Era un peligro continuo ir a los conciertos de Bohemia Suburbana, Viernes Verde, Radio Viejo y demás grupos del momento. Las letras de sus canciones contaban historias que herían susceptibilidades poderosas, protestaban contra planetas decadentes con burros presidentes, retrataban personajes grises sumidos en su existencialismo post guerra interna, chapines de sangre con influencia grunge.
Muchos años después, en el presente, me pregunto si no estaré muy viejo para apreciar la actualidad musical guatemalteca. Escucho bandas nuevas con enorme calidad musical, pero el profesionalismo se queda sólo en la forma porque el contenido me parece somero, ligero, plástico o como quieran llamarlo. ¿De qué me sirve un sonido de calidad impecable cuando ya no hay algo inteligente que decir a quien escucha? Cantar en otro idioma tampoco vuelve mejor las canciones. Tener los mejores instrumentos que el dinero pueda comprar no vuelve a nadie un dios del rock and roll. ¿Dónde quedó el arte comprometido de las bandas nacionales? Parece ser que intentan una especie de arte por el arte, pero aún esa concepción creo que se puede quedar en un vano intento.
Los ideales de las botas negras parece que se ahogaron en un mar de tonadas pegajosas, bailables y carentes de sentido. Un amigo me dijo una vez: “el rock no ha muerto, sólo está corrompido”, deseo con todas mis fuerzas que así sea y que algún día cobre nueva fuerza y denuncie los síntomas de una sociedad guatemalteca cada vez más enferma.
Han transcurrido más o menos quince años desde esa época en la que los acordes heavy-metaleros estremecían nuestros oídos y ampollaban los dedos de mis amigos al tratar de imitarlos en sus propias guitarras. Años que nos vieron lucir enormes melenas sin preocuparnos por el futuro.
Nunca aprendí a tocar instrumento alguno, no porque no me gustara el rock and roll sino porque lo mío nunca fue ser parte de una banda. Sin embargo me gustaba asistir a los conciertos under que se organizaban. Fue en esos años, en esos lugares, con esas personas que aprendí a amar la música y la literatura.
Finales de la década noventera, el país se encontraba sumergido en un esperpéntico proceso de paz entre militares y guerrilla. La libertad de expresión era un peligroso derecho que sólo los valientes ejercían. La música era un medio de comunicar ideas que no era bien visto por las autoridades. Era un peligro continuo ir a los conciertos de Bohemia Suburbana, Viernes Verde, Radio Viejo y demás grupos del momento. Las letras de sus canciones contaban historias que herían susceptibilidades poderosas, protestaban contra planetas decadentes con burros presidentes, retrataban personajes grises sumidos en su existencialismo post guerra interna, chapines de sangre con influencia grunge.
Muchos años después, en el presente, me pregunto si no estaré muy viejo para apreciar la actualidad musical guatemalteca. Escucho bandas nuevas con enorme calidad musical, pero el profesionalismo se queda sólo en la forma porque el contenido me parece somero, ligero, plástico o como quieran llamarlo. ¿De qué me sirve un sonido de calidad impecable cuando ya no hay algo inteligente que decir a quien escucha? Cantar en otro idioma tampoco vuelve mejor las canciones. Tener los mejores instrumentos que el dinero pueda comprar no vuelve a nadie un dios del rock and roll. ¿Dónde quedó el arte comprometido de las bandas nacionales? Parece ser que intentan una especie de arte por el arte, pero aún esa concepción creo que se puede quedar en un vano intento.
Los ideales de las botas negras parece que se ahogaron en un mar de tonadas pegajosas, bailables y carentes de sentido. Un amigo me dijo una vez: “el rock no ha muerto, sólo está corrompido”, deseo con todas mis fuerzas que así sea y que algún día cobre nueva fuerza y denuncie los síntomas de una sociedad guatemalteca cada vez más enferma.
En este punto debo admitir que he exagerado un poco, hay algunas buenas bandas pero por mala fortuna vivimos en un país donde no se da mucho apoyo al verdadero talento pero eso, eso es harina de otro costal que tal vez en algún momento me anime a abrir.